lunes, 19 de septiembre de 2011

retenciones mentales


La mañana de un cálido día de marzo me levantaste a lengüetazos con sabor a menta. Llevabas toda la noche despierta al parecer y sin sueño y con una sonrisa de oreja a oreja ya me preguntabas que quería para comer.
Te echaste en la cama y empezaste a contar las cuentas del collar que tanto te gustaba, ensimismada y casi por inercia me hiciste levantar para que cogiera una caja de la estantería de al lado de la ventana; allí había una pulsera, con su pertinente historia como todo lo que había en tu casa. Y me la regalaste y me pareció que caíste en la más honda de las nostalgias existentes.

Desde aquel momento, desde aquella mañana rasa, la casa empezó a oler diferente, se me antojó que se confundían las brisas cálidas de primavera con el olor a horno encendido y rechamuscao de la cocina.

Cuando salíamos a la calle ya no querías cogerme de la mano, evadías las preguntas con respuestas fraudulentas, aquellas que para ti tenían respuesta si/no tú contestabas no sabe/ no responde.
Íbamos a zapaterías antiguas de los años setenta, de todo en liquidación y mitad de precio y comprábamos zapatos grandes de números primos impares.
La comida empezó a resultarme 3 grados más caliente de lo habitual y es que habías cambiado el horno a grados Fahrenheit y aún no atinabas demasiado con eso de los decimales...

Todo empezó a parecerme descontextualizado, equivocado o exaltante, porque cuando me descuidaba el jardín se llenaba de topos que tu traías desde el noroeste de la península solo para mi... aunque sabías que los detestaba. Pero aun así, me demostrabas que lo que cuenta es la intención, el esfuerzo y la alegría. Decías constantemente la palabra alegría pero de tus cuencas semilíquidas ya no brotaba a borbotones la risa y tú escondías a hurtadillas en la despensa algo para que no lo viera, para que no descubriera que lo de la comida, no era sal seca sino todas tus salmueras...

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